Algunos premios llegan en el momento justo. Confirman aquello que muchos intuían, pero no sabían nombrar. El Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades 2025, concedido a Byung-Chul Han el pasado 24 de octubre, reconoce a un pensador que ha logrado algo excepcional: convertir el malestar difuso de nuestra época en pensamiento riguroso. El filósofo alemán de origen surcoreano ha explorado el mundo digital, ese territorio que habitamos sin entender plenamente cómo funciona.
Con su obra, se inscribe en una tradición crítica que atraviesa el siglo XX y desemboca en nuestro presente. Es heredero de quienes intentaron descifrar las mutaciones del poder y sus dispositivos de control. Michel Foucault analizó la vigilancia y el autocontrol; Guy Debord denunció que vivimos en una sociedad obsesionada con las apariencias; Zygmunt Bauman mostró cómo todo lo sólido se volvió frágil e inestable. En cambio, Byung-Chul Han va más allá, porque su objeto de estudio es un fenómeno inédito: analiza la dominación ejercida a través de la información misma, el totalitarismo que nos seduce con la promesa de libertad absoluta.
En mis clases de filosofía contemporánea —que tanto disfruté— leí hace tiempo “Infocracia”, uno de sus textos fundamentales. En esta obra, el pensador sostiene que hemos abandonado el régimen democrático sin darnos cuenta para dar paso a una nueva forma de organización política donde la información sustituye a la verdad.
La democracia clásica se fundaba en el debate racional, en la deliberación pública y en el arduo trabajo de construir consensos mediante argumentos verificables. La infocracia, por su parte, opera mediante la acumulación masiva de datos que circulan sin ancla ni pretensión de verdad vinculante. No se trata solo de que dispongamos de más información —esa lectura sería ingenua—, sino de un cambio estructural profundo. La información se ha convertido en mercancía, en materia prima del poder, fragmentando el espacio público en burbujas herméticas donde cada quien habita su propia versión de la realidad.
Esta nueva forma de dominación exige un concepto igualmente nuevo, y el filósofo lo acuña con precisión. La psicopolítica ya no necesita la coacción física ni la disciplina institucional que describió Foucault. Los algoritmos, alimentados por el “big data”, no solo predicen nuestros comportamientos, sino que los moldean, programan y orientan nuestros deseos y decisiones sin que lleguemos a advertirlo. Esta psicopolítica resulta más eficaz que cualquier régimen autoritario tradicional porque se presenta como su contrario.
Creemos elegir libremente, cuando en realidad estamos siendo programados. El sujeto contemporáneo se convierte en objeto de una vigilancia total que no se percibe como opresión, sino como conectividad, como la ilusión de estar más vivos que nunca.
Byung-Chul Han identifica, además, el surgimiento del \»dataísmo\», una fe ciega en la capacidad de los datos y los algoritmos para resolver todos nuestros problemas. Esta ideología tecnológica sostiene que la realidad puede cuantificarse y optimizarse mediante el procesamiento de información, lo que desplaza el juicio humano y la deliberación ética hacia máquinas supuestamente neutrales.
Si todo se decide con datos, ¿para qué necesitamos la participación ciudadana o el debate público? La infocracia representa, entonces, una amenaza silenciosa pero radical. Es un totalitarismo algorítmico disfrazado de progreso y eficiencia.
En su discurso al recibir el premio, el filósofo retomó estos temas con una claridad contundente. No está en contra de los “smartphones”, aclara, pues reconoce su utilidad potencial. El problema es otro, más sutil y perverso: nosotros nos hemos convertido en instrumentos del teléfono inteligente, no al revés.
Las redes sociales, que pudieron haber sido medios para el amor y la amistad, se han transformado en espacios donde predominan el odio, los bulos y la agresividad. Lejos de socializar, aíslan, fomentan la agresividad y erosionan la empatía. La inteligencia artificial representa el siguiente capítulo de esta historia. Puede ser útil, desde luego, si se emplea para fines nobles, pero acarrea el riesgo de que el ser humano termine reducido a esclavo de su propia creación.
Vivimos, sugiere Han, en una era de servidumbre voluntaria que ni siquiera reconocemos como tal. El totalitarismo contemporáneo no necesita campos de concentración ni policía secreta. Le basta con nuestro consentimiento distraído, la adicción a las pantallas y la disposición a entregar datos personales a cambio de comodidad. El pensamiento de Byung-Chul Han es incómodo porque nos obliga a mirarnos al espejo y reconocer que el amo y el esclavo habitan en el mismo rostro: el nuestro.
Por: Mario Cerino
 
			 
			

