El lunes por la tarde, en el estacionamiento del CCH Sur de la UNAM, un joven de 19 años atacó con un cuchillo a un estudiante de 16, provocándole la muerte. Un trabajador administrativo de 65 años resultó herido al intentar detener la agresión. El atacante, acorralado, se lanzó desde un edificio y se fracturó las piernas; ahora está bajo custodia policial.
Este caso no es solo una crónica policiaca. Es un síntoma de algo más hondo: una generación que no encuentra palabras para su dolor ni espacios para procesarlo. El mundo cambia y nosotros también, aunque no siempre nos demos cuenta. Lo que cambió aquí es la capacidad de contener la violencia antes de que estalle.
La gestión de las emociones ha sido un problema central del humanismo, aunque cada época le ha dado distintas formas de manifestación. Consideremos algunos ejemplos:
Los griegos sabían que toda tragedia nace del conflicto entre la desmesura y la templanza. Prometeo, en la obra de Esquilo, lo ejemplifica cuando roba el fuego a los dioses para entregarlo a los hombres y es castigado con un tormento eterno. Su grandeza no radica en evitar el sufrimiento, sino en la firmeza interior con que enfrenta el dolor y la injusticia. La enseñanza es clara: no siempre controlamos lo que nos sucede, pero sí la manera en que gestionamos nuestras emociones ante la adversidad.
A partir de este ejemplo, los pensadores griegos desarrollaron enseñanzas sobre el autocontrol y la fortaleza interior. Los estoicos construyeron filosofías enteras alrededor del dominio de sí mismos: “la ira es una locura temporal”, decían. En Oriente, Confucio situó la armonía emocional como fundamento del orden social.
Cada época ha encontrado sus propias formas de canalizar el sufrimiento: rituales de paso, códigos de honor, tradiciones comunitarias, disciplinas espirituales. La diferencia radical de nuestro tiempo es que se han fragmentado los marcos tradicionales de contención emocional. Las instituciones que durante siglos ofrecieron sentido —como la familia y la comunidad religiosa— se han vaciado de contenido o han desaparecido.
Los jóvenes navegan en un océano de estímulos contradictorios sin brújula moral. Habitamos una soledad hecha de máscaras y silencios, de violencias contenidas que estallan sin aviso.
Los datos de la Organización Mundial de la Salud confirman lo evidente: uno de cada siete adolescentes padece algún trastorno mental. Sin embargo, estas cifras no alcanzan a mostrar la complejidad del problema. La psique juvenil actual se debate entre extremos: hiperconectividad que aísla, sobreinformación que confunde, aceleración que impide la reflexión.
Nuestro sistema educativo, heredero del positivismo decimonónico, privilegia la transmisión de conocimientos técnicos sobre la formación del carácter. Enseñamos álgebra y química, historia y literatura, pero raramente abordamos las preguntas fundamentales: ¿quién soy?, ¿cómo me relaciono con mi dolor?, ¿qué hacer con la rabia?, ¿cómo construir vínculos auténticos?
La educación no puede limitarse a llenar cabezas vacías de información. Debe formar personas capaces de leer tanto el mundo exterior como su propio mundo interior. Esto implica crear espacios donde los jóvenes puedan nombrar sus emociones sin temor al juicio, explorar su identidad sin presiones externas y experimentar la solidaridad como antídoto contra la soledad. Se trata de humanizar la educación, de devolverle su dimensión ética y afectiva, porque la violencia que llega hasta la muerte comienza en la invisibilidad del sufrimiento no reconocido.
La soledad se vuelve más grave cuando no encuentra formas de expresarse. Los jóvenes agresores raramente son monstruos; son, las más de las veces, víctimas de una sociedad que no supo ver sus señales de auxilio.
En sociedades donde predomina el individualismo, la competencia feroz y la falta de referentes sólidos, los jóvenes quedan expuestos a un vacío moral. La escuela ya no logra ser un espacio de formación ética; la familia, a menudo fragmentada, no siempre acompaña; y los discursos públicos rara vez se orientan a cultivar afectos, empatía y sentido de pertenencia.
Necesitamos adultos que sepan escuchar sin juzgar, instituciones que favorezcan el acompañamiento por encima del castigo y comunidades que reconozcan en la diversidad emocional una riqueza, no una amenaza.
En concreto, no hay otra ruta que la comprensión mutua, la cual comienza por reconocer que, detrás de cada acto de violencia juvenil, hay una demanda desesperada de ser visto, de ser comprendido y de hallar un lugar en el mundo. Solo desde la atención y la contención emocional podemos convertir la soledad en un camino hacia el crecimiento y la resiliencia.
CANDILEJAS
Cada acto violento es una conversación que nunca pudo comenzar.