Desde hace varios años, en México —y en gran parte del mundo— se vive una paradoja en torno a la libertad de expresión. Nunca antes habíamos contado con tantas plataformas para manifestar nuestras ideas, pero tampoco habían sido tan evidentes los riesgos que amenazan este derecho fundamental.
Immanuel Kant proclamó que la Ilustración significaba \»la liberación del hombre de su culpable incapacidad\» —algo así como salir de su minoría de edad mental–, definiendo esta incapacidad como \»la imposibilidad de servirse de su inteligencia sin la guía de otro\». En el contexto digital contemporáneo, esta invitación a pensar por nosotros mismos adquiere una dimensión inédita: disponemos de las herramientas tecnológicas para ejercer nuestra autonomía intelectual, pero enfrentamos algoritmos que dirigen nuestro pensamiento, campañas de desinformación que nublan nuestro juicio y ataques coordinados que buscan silenciar las miradas disidentes.
El caso del linchamiento digital en México ilustra con claridad esta tensión. Cuando un ciudadano emite una opinión controversial en redes sociales, puede convertirse en blanco de miles de comentarios agresivos, amenazas directas y campañas de cancelación. Este fenómeno no distingue ideologías: activistas sociales, empresarios, políticos, profesores y artistas han sido objeto de estas turbas digitales que, paradójicamente, invocan la libertad de expresión para justificar el acoso sistemático.
John Stuart Mill advirtió que “dondequiera que haya daño o peligro de daño para un individuo o para el público en general, el caso no pertenece ya al dominio de la libertad, y pasa al de la moralidad o al de la ley” (“Sobre la libertad”, 1859). Esta afirmación nos obliga a preguntarnos: ¿dónde termina la libertad de expresión y comienza el daño real? ¿Es legítimo usar las redes sociales para destruir la vida de alguien porque expresó una opinión que consideramos equivocada o moralmente reprobable?
La razón ilustrada pareció legarnos la idea de una libertad absoluta. Los pensadores de la Ilustración confiaron en que, una vez liberados de la censura y la autoridad dogmática, los seres humanos usaríamos la razón para debatir civilizadamente y alcanzar la verdad. Creyeron que la libertad de expresión, por sí sola, conduciría naturalmente al progreso moral e intelectual. No anticiparon que esa misma libertad podría convertirse en herramienta de opresión cuando miles de voces se unen para silenciar a una sola, o cuando la libertad de mentir se disfraza de libertad de opinar. La Ilustración subestimó las pasiones humanas, la irracionalidad de las masas y el poder de la manipulación emocional sobre el argumento racional.
Las redes sociales mexicanas confirman esta ingenuidad ilustrada, porque se han convertido con frecuencia en arenas de gladiadores donde no prevalece el mejor argumento, sino el insulto más hiriente o el “trending topic” más escandaloso. El debate racional, ese ideal kantiano del uso público de la razón, es reemplazado por la descalificación personal, la tergiversación maliciosa y los ataques “ad hominem”.
El problema no se limita al hostigamiento virtual. También enfrentamos la desinformación deliberada, los discursos de odio y los contenidos que incitan a la violencia. Millones de mexicanos expresan diariamente sus opiniones en redes sociales, ejerciendo aparentemente esa libertad que Kant y Mill consideraban esencial. Pero ¿cuántos de esos mensajes son producto de un pensamiento genuinamente autónomo y cuántos simplemente replican consignas o narrativas prefabricadas?
Mill subrayaba que la libertad no consiste solo en la ausencia de censura, sino también en la capacidad real de desarrollar nuestras facultades. Desde esta perspectiva, tener una cuenta en Facebook o en X no nos hace libres si nuestras intervenciones están determinadas por algoritmos que confirman nuestras creencias previas, o si el temor al linchamiento nos obliga a autocensurarnos.
Estamos a tiempo de replantear el sentido de la libertad, sobre todo porque la tecnología ha transformado radicalmente las condiciones de su ejercicio. Necesitamos construir una cultura digital donde la libertad coexista con la responsabilidad, donde el disenso sea posible sin temor al acoso y donde el debate público recupere su función ilustrada: no vencer al adversario, sino acercarnos colectivamente a la verdad.
Aunque parezca sorprendente, no somos del todo libres en las redes sociales cuando nuestras opiniones son manipuladas por desinformación sofisticada, o cuando confundimos la capacidad técnica de publicar con el ejercicio maduro de la autonomía racional.
Solo seremos genuinamente libres cuando podamos expresar ideas sin temer por nuestra seguridad; cuando seamos capaces de cambiar de opinión sin que ello se interprete como debilidad; cuando nuestras plataformas digitales amplifiquen voces diversas en lugar de crear cámaras de eco. La libertad de expresión del siglo XXI requiere una ética colectiva que transforme nuestros espacios digitales en verdaderas ágoras democráticas, cimentadas en la responsabilidad compartida.