Los eslóganes son esas pequeñas piezas de comunicación que anclan el producto o servicio con el consumidor. Por ser parte de la publicidad, el eslogan se mira como vil pieza de consumo, pero es mucho más que eso, son fragmentos lingüísticos ingeniosamente ensamblados.
Vilipendiado por ser manipulador, el eslogan crea poderosas narrativas con el mínimo material haciendo suya la lógica del capitalismo: hacer mucho con poco. «Hay cosas que el dinero no puede comprar. Para todo lo demás, existe Master Card®». ¡Maravilloso! Este eslogan habla de lo invaluable de la vida y los valiosos que son los bienes materiales. Los buenos eslóganes resumen el pensamiento de la marca, mismo que apropiamos sin apenas darnos cuenta. «Es parte de mi vida», dice Liverpool®, una frase que juega con lo entrañable y con lo que verdaderamente hacemos parte de nosotros, como la gente que amamos o la ropa y los perfumes de marca. Sí, un buen eslogan es poesía, pero una poesía cínica y condescendiente que nos dice lo que queremos oír, pues en realidad solo pretende vendernos algo. El eslogan es poesía, pero una poesía al servicio del mercado.
En este mundo esnobista donde los términos en inglés son tendencia, Copywriters les llaman a los creadores de eslóganes. Los copywriters son creadores de frases, intento de artistas, reducto de poetas, cuentistas y novelistas. Pero a pesar del descrédito en el mundo de las letras —porque las letras intentan liberarnos y la publicidad pretende justo lo contrario— grandes literatos han sido seducidos por el ambiente publicitario. De la pluma de García Márquez no solo salió Macondo, los muchos coroneles y las putas tristes, también el mundano, aunque efectivo, «Yo sin Kleenex® no puedo vivir» y «A Duvalín® no lo cambio por nada», sendos eslóganes creados cuando laboraba para la agencia Walter Thompson. Por otro lado, el dandi intelectual Salvador Novo nos regaló uno de los más ocurrentes, «Mejor, mejora, Mejoral®», tres palabras que con su aguda aliteración hicieron del medicamento un éxito comercial. Este eslogan no solo lo metió al cuerpo, también lo introdujo a la mente del consumidor y lo sedó para no aceptar a la competencia: hoy, el Mejoral® está tan posicionado que es una marca genérica; «Tómate este Mejoral», se dice, aunque lo que se ofrezca sea una pastilla de Advil®. Se debe reconocer, para hacer un buen eslogan tiene que haber una sensibilidad por las letras. Primo cercano, el jingle es un eslogan largo, musicalizado; cuando es bueno, es esa pegajosa melodía que nos barrena la mente haciendo casi imposible sacarla durante la jornada. De estos, uno muy recordado es «Estaban los tomatitos muy contentitos, cuando llegó el verdugo y los hizo jugo». Cuesta aceptar que algo tan escueto y frívolo vino de la misma estilográfica de quien escribió el largo y entramado Palinuro de México y las extensas y complejas Noticias del Imperio: Fernando del paso.
Los eslóganes se enquistan. «A que no puedes comer solo una», frase de las Sabritas® que nos recuerda la facilidad con la que sucumbimos al deseo y caemos en el pecado de la gula, o «Recuérdame», autoritaria palabra revestida de simpática exclamación que se introdujo en el sistema límbico de toda una generación. Para los más viejos, hoy es imposible escucharla sin caer en el antojo de un Gansito®.
Sí, es claro. Para ser un buen eslogan hay que ser un buen escritor, al menos uno en potencia. Salman Rushdie y Scott Fitzgerald lo intentaron sin mucho éxito, pero otros más legaron piezas como «Bic, no sabe fallar», «Por su rico sabor casero» y «Con el cariño de siempre», entre muchas más. Héroes semianónimos, copywriters que pasaron a la posteridad con solo un puñado de palabras, aunque una posteridad paradójica por ser temporal, tal como es la publicidad.