En las calles empedradas y hogares de Oaxaca, la llegada del otoño se tiñe de un ritual ancestral que transforma el duelo en celebración: el Día de Muertos, cuya preparación se extiende del 25 de octubre al 4 de noviembre con más de 140 actividades culturales en el estado. Esta tradición, arraigada en la fusión prehispánica y católica, no se limita a las fechas icónicas del 1 y 2 de noviembre, sino que inicia semanas antes con ofrendas que guían el regreso de las ánimas en días específicos. Según la creencia popular mexicana, adoptada ampliamente en Oaxaca, las almas comienzan a descender desde el 27 de octubre, y los altares —adornados con velas, flores de cempasúchil, pan de muerto y fotografías— se adaptan para recibir a difuntos particulares, evocando un calendario espiritual que une comunidades en panteones como el de Xoxocotlán o Panteón Viejo. Este año, con la fecha actual del 24 de octubre, las familias ya ultiman detalles, encendiendo la primera veladora blanca para invocar protección.

Desde el 27 de octubre, los altares oaxaqueños se enriquecen con elementos para las mascotas fallecidas: huesos de azúcar, juguetes y agua fresca simbolizan su lealtad eterna, una costumbre que resalta el vínculo humano-animal en regiones como la Mixteca. Al día siguiente, el 28, se honra a las víctimas de muertes violentas o accidentales —conocidas como «los matados»— mediante ofrendas de sal y copal para purificar sus trayectos turbulentos. El 29, turno de los ahogados, con recipientes de agua y conchas que evocan ríos y costas del Pacífico oaxaqueño; mientras que el 30 se dedica a las almas olvidadas o de infantes prematuros, incorporando dulces suaves y juguetes para calmar su inocencia interrumpida. Estos preparativos culminan el 31 con la bienvenida a los angelitos al mediodía, extendiéndose al 1 de noviembre para niños y al 2 para adultos, en una progresión que refleja la diversidad de pérdidas en la vida oaxaqueña.
Esta secuencia diaria no solo preserva memorias colectivas, sino que fortalece la identidad cultural en un estado donde las comparsas de La Tlenegarra y las veladas en cementerios iluminados por miles de velas convierten la muerte en un puente vivo. En Oaxaca, donde el 80% de la población indígena mantiene vivas estas prácticas, los altares trascienden lo doméstico para poblar plazas y mercados, invitando a locales y visitantes a reflexionar sobre la finitud con calidez y respeto. Así, del final de octubre a inicios de noviembre, el estado se erige como epicentro de una tradición que, más que conmemorar, convoca presencias queridas en un ciclo eterno de luz y sombra.

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