Hubo un tiempo (pero no hace tanto) en que conectarse a internet era casi un ritual, el chillido del módem marcaba el inicio de una travesía digital que nos llevaba a páginas estáticas, textos planos y fotografías que tardaban siglos en cargar, era la Web 1.0, la internet que solo hablaba en una dirección “de las empresas a los usuarios”.
En aquellos días, la red era una gran biblioteca de páginas planas. Entrábamos a consultar información, como si hojearamos una enciclopedia infinita, visitamos sitios como Yahoo! para leer, no para conversar. No existían los comentarios, los “me gusta” ni los perfiles personales, éramos observadores pasivos en una red que apenas nos conocía, para compartir tus ideas, tenías que aprender a escribir en HTML o tener un pequeño espacio en un foro.
Esa primera versión del internet nos conectó por primera vez con el mundo y nos mostró el poder de la información, la promesa de un nuevo universo digital que apenas comenzaba a tomar forma. Con la llegada de la Web 2.0, la historia cambió para siempre y el Internet dejó de ser un escaparate y se convirtió en una plaza pública, ya no solo leíamos, empezamos a escribir, comentar, compartir y crear.
Nacieron los blogs, las redes sociales y las plataformas colaborativas, sitios como MySpace, Facebook, YouTube o Wikipedia convirtieron a cada usuario en un creador de contenido, la comunicación dejó de ser vertical y se volvió horizontal “la época dorada del internet social el momento en que todos nos sentimos protagonistas del mundo digital”.
Luego vino la Web 3.0, también llamada la web inteligente, la que nos permitió hablar, nos empezó a escuchar y a comprender. Los algoritmos aprendieron de nosotros: nuestros gustos, nuestros hábitos, incluso nuestras emociones, ya no hacía falta escribir “restaurantes cerca de mí”; bastaba abrir el mapa y las sugerencias aparecían solas, Google ya no solo buscaba palabras, interpretaba significados.
En esta etapa nacieron los asistentes virtuales, el Internet de las Cosas y la personalización total. Cada usuario tenía su propio internet. Las plataformas sabían qué queríamos ver antes de que lo pidiéramos. Netflix nos recomendaba series que parecían hechas a nuestra medida, Spotify armaba listas según nuestro estado de ánimo, y Amazon predecía nuestras próximas compras.
Y ahora, mientras lees estas líneas, estamos entrando a la era de la Web 4.0, una etapa que promete fusionar la inteligencia artificial, la realidad aumentada y los mundos virtuales en un ecosistema que no solo reacciona, sino que siente y predice.
Esta web no se limita a darnos información ni a adaptarse a nosotros, interactúa en tiempo real con nuestras emociones, gestos y decisiones, los chatbots ya no solo responden, sino que entienden el tono de tu voz o el contexto de tus palabras. Los espacios digitales se vuelven inmersivos, no navegamos en internet, vivimos dentro de él.
El metaverso y la inteligencia artificial generativa son apenas los primeros pasos, la creatividad humana y la inteligencia artificial trabajan juntas para diseñar nuevas realidades, pero este avance también nos plantea preguntas éticas: ¿Hasta qué punto queremos que el internet “sienta” por nosotros?
La evolución de la web refleja, en el fondo, nuestra propia evolución como sociedad. Pasamos de leer a interactuar, de interactuar a personalizar, y ahora a experimentar. Cada etapa ha transformado la manera en que aprendemos, trabajamos y nos relacionamos, la Web 1.0 nos enseñó a buscar, la 2.0, a compartir, la 3.0, a conectar inteligencias y la 4.0 nos está enseñando a sentir el mundo digital como una extensión de nosotros mismos, quizá la próxima versión de la web no solo sea más inteligente o más inmersiva, tal vez sea más humana y entonces, por fin, el internet habrá cumplido su verdadera promesa no solo acercarnos al conocimiento, sino también acercarnos entre nosotros.
Columna por: Erick Canul